Mechu Diamante es artista visual y diseñadora gráfica. Nació y vive en Ituzaingó, y aunque tuvo la posibilidad de mudarse a la Ciudad de Buenos Aires, nunca quiso alejarse del barrio. Lo que hay en su lugar de origen, su familia, sus amigos, no lo encuentra en otro lado. Ese apego también se traduce en su trabajo: su identidad y su obra llevan impresa la huella del barrio.
Caminar por las calles del barrio es para ella una forma de pensar, crear y encontrar disparadores visuales. “Ituzaingó está en mi inconsciente y en mi obra. Moverme por el barrio es un recurso para despejarme y buscar nuevas ideas. Siempre me encuentro con algo nuevo, jardines o casas que no había visto. Es una herramienta que siempre usé para pintar.”
Mechu se dedica al muralismo, el lettering y la ilustración. Dibuja y pinta a gran escala para marcas como Poett, Farmacity, Filgo, La Serenísima y Jazmín Chebar, y también interviene espacios públicos: hospitales, escuelas y estaciones saludables. Su historia comienza en casa, haciendo manualidades con sus padres, en una familia de cultura “hágalo usted mismo”.

Cuando empezó diseño gráfico, quiso mantener lo manual. No le interesaba que sus trabajos fueran solo digitales, quería trazar a mano, evitar la frialdad del vector. Sintió la necesidad de construir una identidad propia. Su nombre real es María Mercedes Galcerán, pero desde siempre fue Mechu en casa. Quiso conservar ese apodo y sumarle algo. Así nació Mechu Diamante, material símbolo de fuerza, transparencia y color, que conecta con su visión del arte: múltiple y luminosa.
El lettering apareció como herramienta expresiva. Tomó talleres, investigó y empezó a incorporar letras hechas a mano. Pero el papel le quedó chico, necesitaba algo más grande. Así llegó el muralismo. El cambio de escala transformó su relación con la obra. Pintar una pared es un desafío técnico, físico y emocional. “El muralismo fue amor a primera vista. Cambiar la hoja de papel por una pared más grande que uno mismo es una sensación inexplicable de ser uno con el entorno o de lo insignificante que uno es frente a una pared.”

Mechu dice que en esa experiencia el cuerpo se vuelve herramienta: el brazo, la mirada, el movimiento y el entorno entran en juego. Cada mural representa un nuevo desafío. No es lo mismo, aclara, pintar una pared lisa que una rugosa o acanalada, y las condiciones también varían: algunos se hacen bajo el sol del verano, otros en altura. Recuerda especialmente uno que hizo en una escuela de Merlo: 12 metros de alto, tres pisos. El más grande hasta entonces.
Pero más allá de lo técnico, lo que le interesa es la relación con la gente. Pintar en la calle implica exponerse. Al principio, los trazos sueltos generan dudas, no se entiende qué va a aparecer. A medida que el dibujo avanza, surgen reconocimiento, preguntas y sorpresa. “Los primeros momentos son confusos para el observador, hay líneas, trazos, guías. Hay duda o desconfianza. Pero cuando el mural toma forma, empieza el de vecinos y transeúntes, que es divertido y enriquecedor. Se sorprenden de que sea una mujer pintando en la calle.”

Su estilo tiene un sello particular: trazos simples, delicados, formas esenciales y colores vivos. Esa estética está relacionada con su infancia y cómo interpretaba el mundo. “Voy a lo esencial y básico. Los colores vivos transmiten alegría, como cuando era niña y un color te despierta emociones.”
En los últimos años volvió a pintar en su barrio y alrededores, en Ituzaingó y Castelar, lugares conocidos para ella y para quienes se cruzan con su obra. Le gusta que la gente se encuentre con sus trabajos. Dejar una marca en la calle es compartir. “Pintar un mural es expresarme y salir de mí para dejar un mensaje. Generar un pensamiento en quien ve mi arte es un montón, y me encanta.”
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