Se podría llenar toda esta página con los nombres de los artistas que fueron fotografiados por Man Ray: Picasso, Miró, Tristan Tzara, Paul Eluard, Giacometti, Joyce, Hemingway, Marcel Duchamp, Matisse, Braque... Los modelos del norteamericano Man Ray (1890-1976) son los rostros del París que fue capital cultural del mundo en la primera mitad del siglo XX.
La editorial española Alba acaba de publicar, ahora en castellano Autorretrato, las memorias que este fotógrafo y pintor —nacido Emmanuel Radnitzky— escribió en 1963 y que abarcan desde sus primeros pasos en las academias de dibujo de Nueva York, donde ó con el marchand y también fotógrafo Alfred Stieglitz, hasta sus veladas nostálgicas a principios de los años 60 en Cadaqués, junto a su "más antiguo amigo", Marcel Duchamp, que siempre le ganaba al ajedrez.
En sus memorias, este testigo privilegiado de la revolución artística de las vanguardias —que narra con sencillez casi modesta— cuenta en primera persona sus inicios artísticos como pintor en Brooklyn, donde se convirtió en corresponsal de los dadaístas; su adopción de la fotografía como medio de subsistencia; su traslado a París en 1921; su integración en el colectivo surrealista, y el ambiente liberal y despreocupado de la bohemia. "Mi posición de neutralidad —afirma— me convirtió en una especie de cronista gráfico oficial de todo tipo de acontecimientos y personalidades". La celebridad cosechada por ello lo convirtió en fotógrafo de la aristocracia, cuyos le solían pagar —para su sorpresa— altas cifras por ser retratados.
"Un domingo por la mañana —revela el autor en una de las anécdotas del libro—, vino a despertarme Cocteau, pidiéndome que fuera de inmediato a fotografiar a Proust en su lecho de muerte. Lo iban a enterrar al día siguiente. El rostro de Proust era blanquísimo, aunque con una barba de varios días. (...) Más adelante, la fotografía apareció en una revista elegante, sólo que atribuida a otro fotógrafo".
Man Ray también muestra la trastienda de algunas de sus fotos más célebres, como las de James Joyce, en las que el autor de Ulises se sentía tremendamente incómodo.
Recuerda, asimismo, la tristeza que invadía a Henri Matisse cuando debía desprenderse de alguno de sus cuadros: un día, mientras veía marcharse al coleccionista con dos lienzos bajo el brazo, "comentó que acababan de robarle".
El autor se refiere también a su agitada vida amorosa, desde su primera esposa, Donna, a Juliet, pasando por la cantante de cabaret Kiki de Montparnasse y algunas incursiones prostibularias. No elude tampoco detalles de algunos episodios tormentosos, como el día en que, borracho, agredió físicamente a su mujer, Donna, por aquel entonces enamorada de un amante que pretendía compatibilizar con su marido: "Me quité el cinturón y empecé a azotarla. Cayó de bruces, gimiendo. Aun así, le di varios latigazos en la espalda y luego le dije que le explicase a Luis por qué tenía esas marcas".
En plena Segunda Guerra Mundial, Man Ray volvió a Estados Unidos, pero se sintió incomprendido por la crítica de su propio país. En 1951, regresó a París, donde murió en 1976, tras una vida consagrada al arte, que él entendió como "la persecución de la libertad y del placer".
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