Los poemas de Chūya Nakahara no se caracterizan por ser claramente esperanzadores; tampoco su vida lo fue. Nada de él era esperable, todavía menos sus elecciones de “poeta maldito” (fue el traductor de Rimbaud y se embarcó como el poeta francés en una bohemia estética, cayendo a la vez en borracheras y escándalos en ámbitos literarios), que moldearon el destino de un hombre que acabaría perdiendo a su hijo de 2 años por tuberculosis: “¿Qué importa que vuelva la primavera?/ Aquel niño no volverá con ella”.
Luego de dicho episodio, terminó internado en un sanatorio mental por alucinaciones auditivas; además decía ver una serpiente blanca en el tejado de su casa que, aseguraba, era la responsable de la muerte de su sucesor. Al poco tiempo, murió tan sólo a los 30 años, dejando atrás sus espléndidas tierras lóbregas y la desafortunada relación amorosa que tuvo con la actriz Yasuko Hasegawa, que marcó su juventud y su obra, inspirando numerosos poemas.
Su infortunio comienza a la edad de 7, cuando muere su hermano y decide por vez primera escribir un tanka. Esta breve forma de composición clásica japonesa lo acompañará por el resto de su vida, tanto en su formación como en su estilo (elegíaco). El verdadero aporte de Chūya Nakahara fue saber combinar la tradición clásica con las vanguardias que llegaban de Europa, algunos vestigios del dadaísmo y una mayor influencia de la tradición simbolista de Verlaine y de Rimbaud con respecto al ritmo y la música. Como en japonés no existe la rima, Chūya se encargó de contaminar su poesía de aliteraciones, repeticiones, paronomasias y espacios en blanco.
Dos antologías publicadas por la misma casa editorial –Abrazado a las estrellas y Triste y bello– presentan extensas muestras del trabajo poético de Nakahara. Si bien publicó un solo libro en vida, Canciones de la cabra, quedaron póstumos el volumen Canciones de los días pasados y otros cuadernos. Sus libros no son otra cosa que canciones. La repetición de hemistiquios es lo que predomina en sus poemas, y de la misma forma que desde un tronco mayor se extienden sus ramas, la poesía de Chūya avanza desde su propia savia para llegar a imágenes profundas, nuevas, específicas.
Como Dylan Thomas y los trovadores occitanos, llega rítmicamente a versos de dudosa existencia, producto de una imaginación auditiva: “La cresta de la montaña clarea claramente y purga/ el interior de la boca de peces de colores y muchachas;/ ayer, a ese avión que sobrevuela, le pinté una lágrima de insecto”.
En el prólogo a Triste y bello, la traductora Sonia Arab Álvarez retoma una sencilla idea que planteó Haruko Ōta: “No tenía capacidad para diferenciar la vida de la poesía y ver cada una de ellas por lo que es. Sus poemas y su estilo de vida encajaban a la perfección”. Pese a todos sus infortunios, tuvo el privilegio de no tener que trabajar en algo que no fuera poesía o traducción. Quizá su muerte temprana ayudó a conservar su más esencial proyecto, escrito en un poema: “Jovial y sereno, es más, sin tener que venderme:/ así quería mi alma verme”.
Además de Rimbaud y Verlaine, y de su formación clásica, su recorrido incluye a Baudelaire (fue amigo de su traductor al japonés, Tarō Tominaga) y Kenji Miyazawa; pero además y, sobre todo, integra saberes, canciones populares y poemas humorísticos, como el famoso “Qué cerezo eres si no hay sake”. No se cruzó en sus lecturas con los modernistas, pero supo explotar los espacios en blanco y guiones largos, los silencios, pausas y la velocidad. Combinando las referencias occidentales con su propia tradición, su aporte hoy resulta invalorable.
Abrazado a las estrellas, Chūya Nakahara. Traducción, selección y prólogo de David Taranco. Satori Ediciones, 184 págs.
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