En el curso habitual de los movimientos artísticos, una forma ya firmemente establecida suele ser enfrentada y reemplazada por otra renovadora, o directamente revolucionaria, que a su vez será cuestionada por una tercera y así sucesivamente. Sin embargo, si nos enfocamos en el ámbito del ballet y de la danza escénica en general, veremos que las corrientes estilísticas que se sucedieron a lo largo del tiempo pocas veces han seguido un derrotero unilineal.
El más de tres veces centenario Ballet de la Ópera de París, por ejemplo, que es la institución occidental más antigua en su género, había producido un repertorio, durante buena parte del siglo XIX, influido por las corrientes románticas provenientes de la literatura. Pero, curiosamente, las obras post-románticas de gran porte, que Marius Petipa había creado para los Ballets Imperiales de Moscú y San Petersburgo en la última mitad del siglo XIX, eran desconocidas en Francia. Ese período había quedado omitido, quizás por el relativo aislamiento cultural que vivía Rusia respecto del resto de Europa.
En las primeras décadas del siglo XX, ya superado el período del ballet romántico y después de varias décadas un poco inertes, van a aparecer en la Ópera de París obras marcadas por el modernismo. Solo mucho más tarde llegarán aquellos títulos académicos creados por Petipa tanto tiempo antes y hoy tan famosos que prácticamente todo el mundo sabe que existen: un Lago de los cisnes, un Don Quijote, una Bella Durmiente, en versiones fastuosas creadas por Rudolf Nureyev durante la década de 1980.

Y vamos ahora hacia el Ballet del Colón, que celebra en este 2025 sus cien años de historia y que ha seguido un camino si no idéntico en cierta forma comparable al del Ballet de la Ópera de París: en sus primeras cuatro décadas de vista el repertorio de la compañía oficial de la Ciudad de Buenos Aires fue mayoritariamente modernista; recién en la década de 1960 comenzaron a montarse bajo la forma de grandes espectáculos aquellos títulos académicos que el Colón continúa programando cada temporada.
Es muy justo que sea así, porque los grandes teatros de ópera internacionales que cuentan con compañías de ballet –es decir, todos– son también reservorios de una tradición que merece conservarse.
Primeras décadas
Ahora podemos concentrarnos en aquellos primeros 40 años de vida del Ballet del Colón para comprender cómo y por qué estuvieron tan definidos por el modernismo, entendido en un sentido amplio: nuevas formas de hacer y pensar la danza surgidas en las primeras décadas del siglo XX; no la danza moderna, que fue un fenómeno paralelo muy radical surgido aproximadamente para la misma época; no la danza moderna, entonces, sino aquel retoño del ballet académico que venía a poner en cuestión la herencia recibida, aquella de las grandes producciones de Marius Petipa con fabulosos despliegues de virtuosismo que tanto amaba el público de Moscú y San Petersburgo.
Fueron los discípulos y bailarines del viejo maestro franco-ruso los que pugnaron por emprender un camino nuevo y que desembocaría en 1909 en la creación de los Ballets Russes, el fenómeno modernista por excelencia de la danza escénica y muy influyente en la creación y la historia subsiguiente del Ballet del Teatro Colón.

Es necesario, antes de avanzar, referirse a ese conjunto tan singular y tan importante para las artes del siglo XX como los llamados Ballets Russes, que paradójicamente en sus 20 años de vida nunca se presentaron en Rusia. Su creador, Serguei de Diaghilev, lo había creado en 1909 sin la mínima perspectiva de continuidad. Este sofisticado intelectual de San Petersburgo no se dedicaba a ninguna práctica artística pero tenía una audacia imbatible y un gusto certero; tampoco era un mecenas y mucho menos un empresario. Sabía sí, con precisión, dónde encontrar los talentos auténticos y cómo reunirlos.
El gobierno zarista había encargado a Diaghilev la tarea mayúscula de presentar en París la excelencia del arte ruso, casi desconocido en Occidente. Así llevó en 1906 una exposición pictórica, en 1907 conciertos de música rusa, en 1908 un espectáculo de ópera y en 1909 un elenco de bailarines y un programa de obras coreográficas. Seguramente nadie podría haber previsto el colosal impacto en el público de estas producciones tan novedosas y de esos bailarines fuera de lo común.
Los Ballets Russes crearon una nueva corriente de danza que a veces es denominada neoclásica pero que parece exceder este rótulo. A lo largo de los años, y sólo mencionando a los colaboradores, compusieron partituras especialmente para la compañía, Igor Stravinsky, Claude Debussy, Maurice Ravel, Erik Satie. Por otro lado, Pablo Picasso, Giorgio De Chirico, Henri Matisse, Joan Miró, Maurice Utrillo crearon vestuarios y escenografías; son apenas unos pocos nombres de una lista extensa.
En 1911, Diaghilev cortó los lazos con el gobierno zarista y estableció su propia compañía junto con los bailarines, coreógrafos y escenógrafos que eligieron permanecer con él. La compañía se disolvió con la muerte de Diaghilev en 1929 y muchos de sus integrantes se dispersaron por el mundo.

Los Ballets Russes llegaron a Buenos Aires en dos oportunidades: la primera en 1913 y la segunda en 1917. Se presentaron en el Teatro Colón y deslumbraron al público porteño como ya venía ocurriendo con los espectadores europeos: programas sorprendentes y bailarines como nunca se habían visto. Entre ellos, el legendario Vaslav Nijinsky.
En un número de la revista porteña Lyra publicado en 1960, Cirilo Grassi Díaz –que ocupó distintos cargos directivos en las primeras décadas de vida del Teatro Colón e impulsó la creación de los cuerpos estables– escribía en un tono ligeramente poético: "Un ángulo en el recuerdo. Año 1917. Segunda temporada en Buenos Aires de los Ballets Russes. Crepúsculo sugestivo envolviendo la esquina de Viamonte y Cerrito y una emoción suave aflorando en el diálogo que yo sostenía con el gran Vaslav Nijinsky. A nuestras espaldas el Teatro Colón iba proyectando su sombra que parecía hablar a nuestros espíritus: ‘Algún día, desde este teatro –le dije– saldrá un Cuerpo de baile que provocará la iración de todos los públicos del mundo’".
Un año después de fundado el Ballet del Colón llegó a Buenos Aires Bronislava Nijinska, hermana de Vaslav. Bronislava tenía la formación rigurosa de la Academia imperial de ballet de San Petersburgo y había sido parte de los Ballets Russes como bailarina y luego como coreógrafa. Varias de sus maravillosas obras fueron montadas por Nijinska misma –como Las bodas, sobre música original de Stravinsky– para el Ballet del Colón. Bronislava Nijinska fue directora y también maestra del primer elenco de bailarines.

Vale la pena citar aquí a Serge Lifar, que fue alumno de Nijinska en San Petersburgo, se integró a los Ballets Russes como bailarín y coreógrafo y luego dirigió el Ballet de la Ópera de París durante 30 años (todo se une con todo): “Diaghilev estaba poseído por el demonio de la novedad y este mal era contagioso. Viendo a todos los que componían el grupo se hubiera dicho que cada uno temía ser menos atrevido que su predecesor: Vaslav Nijinsky, como coreógrafo, quería ser más original que Mijail Fokin; Leonides Massine, más audaz que Nijinsky. Bronislava Nijinska, más original que Massine. Balanchine, más osado que Nijinska y Massine juntos. La búsqueda de lo nuevo, el deseo de conocer lo de hoy y prever el mañana eran una necesidad orgánica en Diaghilev. El modernismo se precipitó como un torrente sobre los Ballets Russes y así pasaron el cubismo, el surrealismo, los deportes, el cinematógrafo, el exotismo, el primitivismo negro, la acrobacia, la revista y el constructivismo soviético”.
En la lista de estos nombres hay que incluir al propio y malicioso Serge Lifar. Pero lo más interesante aquí es que todos los coreógrafos mencionados, exceptuando a Vaslav Nijinsky y sumando al mismo Lifar, llegaron a Buenos Aires para trabajar con el Ballet del Colón a lo largo de varias décadas.
PC
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