Loros. Cacatúas. Papagayos a cuerda. Nadie, un “No Yo” escondido tras un avatar, propone encarcelar periodistas. Diluye su identidad para propagar consignas vacías, pero no tan vacías, amenazantes y así va; marchando como un legionario enmascarado junto a un ejército de seguidores embobados que repiten frases que se les ordena repetir y las replican.
Como en Misa, recitados mandamientos evangelizadores, como si fueran santas palabras. Las redes sociales, ese territorio tomado parcialmente por la No Identidad, procura atraer fanáticos.
Transforma nombres propios en nicknames para que coree la tribuna de alcahuetes.
Consagran la obediencia cual una virtud inmaculada y obligatoria. ¿Una migaja de relevancia virtual, un destello de poder prestado?
Y a los repetidores de directrices huecas, ¿qué les ofrecen?
¿El patético soborno del like militante?
Mark Zuckerberg ha declarado que las redes ya no son lo que eran. Ya no son espacios de interacción personal: en Facebook, la atención a contenidos de amigos cayó del 22% al 17%; en Instagram, del 11% al 7%. Entonces, ¿es la política en las redes un recurso poderoso o un tobogán hacia la despersonalización y la repetición militarizada de soldaditos sin criterio?
El matemático Gottlob Frege distinguía entre “referencia” y “marco”. La referencia es el hecho puro -llueve, por ejemplo- el marco es la interpretación diversa y dinámica que las personas dan a ese hecho. El periodismo auténtico, no el de los operadores, no crea ex nihilo: parte de hechos, de referencias. El marco es la discusión civilizada sobre esos hechos, y esa discusión, cuando es libre y racional, se llama democracia. Pero la democracia exige identidades expuestas, nombres propios, no máscaras. La nada, nada puede generar.
El reino de la No Identidad en las redes no aporta: inyecta vacío.
Se alimenta de gritos escritos, sonsacados, sacados, sin acento humano.
Desatornillan el sentido común. Imponen el sueño loco, la sinrazón, esa babosidad dulce al principio, pero que se destila por dentro al organismo social , buscando propagar la inhibición de las personas, para volverlas anhelantes de infantilismo político.
La verificación de hechos, desde la Ruta del Dinero K hasta los cuadernos de Centeno, transforma la historia. Reconfiguran el devenir político y jurídico. Son hitos periodísticos, anclados en referencias concretas, desafiaron narrativas oficiales y transparentaron robos siderales
En cambio, el anonimato de las redes los licúa, instala la desmemoria y comercializa torres de Babel. Un No-Yo dice lo que no es. Son fantasmas digitales, atrapados en un juego de espejos donde la sumisión se disfraza de rebeldía.
El enmascaramiento institucionalizado de los sometidos crece en proporción directa a su sumisión. Con el rostro cubierto por un burdo alias, la esclavitud —rentada o por convicción— empobrece el debate sepultándolo bajo insultos, bravuconadas e histrionismos idiotas. ¿Por qué idiotas? Porque la inteligencia requiere libertad auténtica,
El reino de la “No Identidad” en las redes no aporta nada: inyecta vacío.
y el cerebro que repite sin pensar es, literalmente, idiota.
El idiotismo crece, pero ¿hasta dónde? Los sometidos, ocultos tras sus alias, demuelen la polifonía. Son voces mudas que sentencian lo que otros les dictan. Como dice Augusto Roa Bastos en Yo el Supremo: “Supe que poder es hacer poder”.
¿Cómo se hace poder? ¿Intentando persuadir a muchos con agresivas bobadas?
Las redes dan visibilidad, pero también quitan: quitan el nombre propio, la reflexión, la libertad, mientras proclaman lo contrario. Dan voz a los invisibles por elección, horribles por su anonimato, escindidos de la vida real, que no es virtual.
La realidad existe. Las redes también, pero no quienes se camuflan para lanzar dardos envenenados detrás de la armadura de sus nombres de fantasía.
Estudios diversos indican que el 75% de los argentinos consume redes sociales, principalmente para entretenerse, en menor medida para informarse. Podríamos hipotetizar que la política como entretenimiento es una operación política en sí misma: distraer con diatribas y baratijas verbales, desplazar los debates sustanciales y consagrar barbarismos virtuales donde rige la ley de la selva. Ese espacio cerril en el que los sometidos acaparan la palabra, degradan el lenguaje, agreden a todos excepto a su feligresía, e intentan dominar jibarizando masivamente.
No lo logran aún. Los nombres propios resisten. Pero la pregunta persiste: ¿hasta cuándo brillará el resplandor del vacío?
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