El 13 de diciembre de 1828, en los campos de Navarro, el coronel Manuel Dorrego fue fusilado por orden de Juan Lavalle. El crimen no fue solo político ni exclusivamente militar: fue simbólico. Dorrego no representaba una amenaza armada en ese momento; era, más bien, el portador incómodo de una legitimidad que molestaba a quienes no toleraban una forma distinta de concebir el poder. Su ejecución marcó un punto de no retorno en la política nacional: la consagración de la eliminación del adversario como método aceptable. Fue el inicio sangriento de una cultura política que transformó la divergencia en traición y la discusión en herejía.
Han pasado casi dos siglos, sin embargo, las formas persisten. La retórica de la eliminación —no ya física, pero sí moral, institucional, simbólica— ha vuelto a ganar terreno.
En el corazón mismo del poder, se ha reinstalado un discurso que no construye adversarios políticos sino enemigos personales. En lugar de tender puentes, se levantan muros verbales. No hay diálogo posible con quien es considerado "rata", "degenerado fiscal", "parásito", "chorro", "zurdo", "imbécil", "cómplice", "mafioso" o, más recientemente, “traidor”.
El episodio del 25 de mayo de 2025, cuando el presidente se negó a saludar al jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires en el tedeum celebrado en la Catedral Metropolitana, es más que un gesto protocolar omitido: es la confirmación de una lógica política que no ite matices.
Al calificarlo públicamente de "traidor" por haber tomado distancia de su estrategia electoral, el presidente traslada la cuestión institucional a una dimensión personalista y emocional, incompatible con la práctica republicana. No se trata aquí de una crítica política legítima, sino de una descalificación que busca aislar, castigar, destruir.
Lo grave no es la anécdota, sino el patrón. Se agrede a periodistas que formulan preguntas incómodas; se acusan de cómplices del “modelo empobrecedor” a dirigentes que representan al federalismo; se desprecia a gobernadores y legisladores que no se alinean. Todo aquel que no se somete, es traidor. Todo el que no aplaude, es enemigo. La política se reduce a una escena de guerra perpetua, donde el otro no es un interlocutor sino una amenaza que debe ser silenciada, ignorada o castigada.
Esta lógica se aleja no solo del republicanismo clásico, sino también del contrato democrático básico que sostiene la convivencia. La república no exige unanimidad; demanda pluralismo. Y la democracia no se fortalece suprimiendo al disenso, sino gestionándolo con madurez institucional. La política no es la continuación de la guerra por otros medios, como decía Clausewitz, sino justamente su negación: el arte de contener los conflictos dentro de reglas comunes.
Ante el fusilamiento de Manuel Dorrego, Sarmiento escribió que el crimen fue mayor porque no se mató solo a un hombre, sino al principio de legalidad. Hoy no hay fusiles, pero sí hay linchamientos públicos, cancelaciones mediáticas, desprecios selectivos, señalamientos que recuerdan más a tribunales inquisitoriales que a debates democráticos. En lugar de istrar el poder con ecuanimidad, se utiliza para venganzas personales. En vez de construir institucionalidad, se ahonda la polarización con métodos de exclusión discursiva que en nada difieren de aquel espíritu faccioso que creíamos superado.
No es ingenuo ni accidental que esta actitud aparezca en una fecha como el 25 de mayo, cuyo significado es la emancipación del poder absoluto y la apertura de un camino hacia la soberanía popular. En el mismo lugar donde nació la idea de una nación plural y autónoma, se teatraliza una escena de ruptura y desprecio, vaciando de contenido los ritos comunes que construyen el nosotros político.
Volver sobre Dorrego no es un ejercicio arqueológico, sino una advertencia. La historia enseña, para quien quiera escucharla, que el camino de la estigmatización del adversario termina en el aislamiento del poder, en el empobrecimiento de la democracia y, muchas veces, en la tragedia. El presidente puede elegir confrontar, disentir, incluso polemizar con intensidad. Lo que no puede —sin degradar su investidura— es dividir al país entre puros e impuros, leales y traidores, amigos y enemigos personales. Los éxitos parciales nunca justifican los métodos perversos ni las actitudes hostiles, aunque a veces la sociedad los tolere.
Porque cuando la política se convierte en campo de exterminio simbólico, cuando la legitimidad solo se concede al espejo propio, el germen de Navarro revive. No con pólvora, pero sí con palabras que matan el diálogo, el respeto y la posibilidad misma de gobernar en común. Y eso, más allá de los nombres, los partidos o las ideologías, nos empobrece a todos.
Jorge Giorno fue diputado en la legislatura de la ciudad de Buenos Aires en dos oportunidades y presidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), actualmente preside el Partido de las Ciudades en Acción.
Sobre la firma
Newsletter Clarín
Recibí en tu email todas las noticias, coberturas, historias y análisis de la mano de nuestros periodistas especializados
QUIERO RECIBIRLO