Ya que escribo la palabra “idiota” con bastante frecuencia en estos tiempos, bueno, idiotas pensé que sería un buen plan examinar su etimología. Tiene su origen en idiotes, del griego antiguo. Hace 2.500 años no tenía un significado peyorativo. Significaba nada más y nada menos que “una persona normal”.
Matizando, quería decir que tal persona vivía al margen de la política. Curioso como la palabra ha evolucionado, vía el latín, hasta llegar a significar ignorante, tonto, necio. Ahora es aplicable, más bien, a personas que sí participan en la política. O sea, los anormales.
Veamos otra palabra, esta vez en inglés: “Idiocracy”. No aparece lo que sería su versión española, idiocracia, en el diccionario de la Real Academia Española, pero la versión inglesa si está en the Oxford English Dictionary. Idiocracy fue incorporada oficialmente a la lengua en 2018. Significa (traduzco): “una sociedad que consiste en o es gobernada por gente caracterizada como idiota, o un gobierno formado por personas consideradas estúpidas, ignorantes o idiotas”.
El primer uso de la palabra ocurrió no en tiempos de la Antigua Grecia sino en 2006 cuando se estrenó una película titulada, precisamente, ‘Idiocracy’. Es una sátira de la cultura yanqui, representada ella como anti intelectual, burda, bruta, obsesionada con las armas, dominada por las grandes corporaciones y gobernada por gente idiota que comparte todas estas cualidades y más. O sea, un retrato, nada exagerado, de Washington hoy.
El desternillante y a la vez terrorífico espectáculo que nos ofrece la Casa Blanca es el de un bromista maligno, psicológicamente dañado, cuya única motivación –no, no hay plan- es incendiar el mundo. Pero quizá logremos extraer algo de valor del show que estamos presenciando. Quizá haya un par de lecciones en la parábola del rey naranja -o su última fantasía, del Papa naranja- que a la larga sean de utilidad para nuestra especie.
La primera, la más obvia, es que a la hora de votar no nos limitemos a pensar en nuestros bolsillos, en el factor “es la economía, estúpido”, y le prestemos mayor atención a las personalidades de los candidatos. Puede ser que nos seduzca un mensaje tipo MAGA. Votá por mí y haré que el país vuelva a ser grande y que todos sean más ricos y más felices. O sea, variantes sobre el tema que siempre nos prometen, sean de izquierda, derecha o nada en particular. Pero nunca cumplen. Nunca cumplen porque la vida es así. Un chiste que he contado más de una vez: ¿Cómo hacer reír a Dios? Cuéntale tus planes.
Por eso lo más importante a la hora de elegir gobierno es partir de una noción lo más sagaz posible de cómo son los candidatos como personas. Entre otras cosas porque debemos tener en cuenta que lo que se necesita al mando de un país es alguien que tenga la capacidad de responder con buen juicio a los sucesos inesperados.
Una vez un joven le preguntó al primer ministro británico Harold Macmillan que era lo más difícil de gobernar y le contestó, resignado, “Events, dear boy, events”. “Los imprevistos, hijo mío, los imprevistos”. Es decir, el reto más complicado consiste en cómo responder de la manera menos dañina posible a, por ejemplo, una invasión rusa, a una pandemia, a un apagón eléctrico o al descubrimiento que el país más poderoso del mundo ha caído en manos de un payaso de circo.
Descarto, por supuesto, el valor de cualquier intento de transmitir esta lección al público de Estados Unidos ya que los pobres tienen nula capacidad de juicio. Son tan fáciles de engañar, la mayoría, como niños de cinco años.
Pero para los que habitamos países civilizados, poblados por gente relativamente adulta, deberíamos imitar el ejemplo de los canadienses esta semana y actuar en función de lo que está pasando en Estados Unidos. Antes de que el presidente de su país vecino tomara el poder todas las encuestas decían que el partido que más simpatizaba con él, el de la derecha, ganaría las elecciones por un margen del 30 por ciento. Ganó la izquierda, ganó un señor llamado Mark Carney que tiene un doctorado en economía de la Universidad de Oxford, que fue presidente del Banco de Canadá y del Banco de Inglaterra, tiene mínima experiencia en la política y como orador es pausado, sensato y aburrido.
Los votantes canadienses miraron al rey naranja, miraron a su hombre gris, y tuvieron claro lo que tenían que hacer. Con suerte, los demás seguiremos su ejemplo la próxima vez que se nos presenten elecciones. El criterio tiene que ser: votemos al candidato o candidata que menos se parezca al anormal de la Casa Blanca.
La segunda lección entra más en el terreno de la antropología. Los seres humanos tenemos una tendencia a atribuir una inteligencia especial a las personas que ocupan puestos de poder. Está tan arraigada la idea, por razones evolutivas relacionadas con nuestra condición animal, que perdura pese a las experiencias que hemos tenido con personajes como Hitler, Mao o Stalin.
Ellos, claro, inspiraron miedo. Quizá sea más fácil corregir este instinto de sumisión ante la ridiculez del espectáculo que nos ofrece hoy Estados Unidos. Menos cómico es el impacto que tiene sobre el mundo. Aquí vale la pena citar a un novelista de Chicago (la mejor ciudad de Estados Unidos, por cierto) al que no hay que enseñarle nada. Saul Bellow escribió en su novela ‘Herzog’: “En toda comunidad hay una clase de personas profundamente peligrosas para los demás…Me refiero a los líderes. Invariablemente, las personas más peligrosas son las que buscan el poder.”
Una tercera lección, relacionada a las otras dos, sería evaluar cuál de los candidatos que se presentan a elecciones tiene como genuina motivación, además obviamente de alimentar su vanidad, el ser util para el bien común. Mark Carney, persona más o menos normal, algo de eso sí tiene. Javier Milei, una persona anormal, también. Ya saben quién no.
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