Imposible de encasillar en una palabra o una definición taxativa, Francisco -el primer Papa no europeo y jesuita- deja, a su muerte, una Iglesia Católica con tradiciones puestas en cuestión, discusiones abiertas y una brisa reformista reclamada durante décadas, pero que también despertó poderosas resistencias.
Seguramente no hizo todo lo que quiso, pero lo que hizo no fue poco.
Tres ejes se proponen para la reflexión al repasar sus doce años de papado: las reformas en la iglesia católica, su rol como líder espiritual mundial y su papel en la vida de la Argentina, su patria, dividida por una grieta política de la que más de una vez no pudo o no quiso zafar.
Le tocó lidiar con una realidad inédita: un Papa emérito, Benedicto XVI, que lo acompañó y lo condicionó en su conservadurismo desde el retiro cercano. Francisco lo aceptó con generosidad y sabiduría para que su antecesor no se convirtiera en un freno a sus impulsos renovadores.
La permanente prédica por los pobres y los marginados ("Cómo anhelo una iglesia pobre para los pobres") definió su llegada a Roma. No hubo allí espacio para la ambigüedad. El primer viaje a la isla italiana de Lampedusa, con los migrantes africanos desembarcando de a miles en Europa, y rechazados o desplazados por los gobiernos, marcó un norte claro, el de estar junto a los refugiados.
Los abusos a manos de los curas, un horror que ganó espacio denunciado por víctimas en todo el mundo, la homofobia, y los oscuros manejos financieros del Vaticano fueron reclamos acuciantes desde su consagración. Francisco profundizó la pelea contra los abusos que había comenzado Benedicto XVI, en materia de finanzas permitió los controles externos y habilitó los juicios a funcionarios vaticanos acusados de corrupción. “Si una persona es gay, busca a Dios y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?”, dijo, mostrando su disposición a una iglesia más inclusiva y afín a los tiempos.
Sin embargo, no conformó a los más progresistas que, más allá de gestos y declaraciones, esperaban la ordenación de las mujeres y de los hombres casados (en geografías con escasez de curas), y cambios más profundos en la doctrina sexual.
Su rol en la política mundial pareció recorrer la misma parábola declinante de su salud. Se distinguió como facilitador de la reanudación de las relaciones diplomáticas entre Cuba y los Estados Unidos, y fue el primer Papa en hablar frente a los legisladores en el congreso de los EE.UU. La otra cara de la moneda la mostró su indefinición luego de la invasión de Rusia a Ucrania, su negativa a condenar a Putin y viajar a Kiev a manifestar su apoyar a la población atacada.
El vínculo con la Argentina no pudo escapar a la grieta política. El resultado fue doloroso para los argentinos y seguramente para él: murió sin visitar a su país, que lo esperó sin suerte. Recibió a todos los presidentes, se fotografió con ellos y con dirigentes de diferentes colores políticos. Sin embargo, muchas de sus manifestaciones no pudieron dejar de leerse en el mundo como las de un populista de izquierda, y en la Argentina directamente como las de un peronista, incómodo y elípticamente crítico con los gobiernos de otro origen.
Ninguna obra es perfecta, ni siquiera la del hombre que desde su Flores natal transitó la fe hasta llegar a la cima del catolicismo. Pero que no sea perfecta no quiere decir que haya sido infructuosa. Francisco murió pero su mensaje, con luces y sombras, se proyecta hacia el porvenir.
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