"Mirá lo que son estos ladrillos”, dice Fontanarrosa y levanta, con esfuerzo, uno de los dos tomos de los Cuentos Reunidos, que le editó hace muy poco Alfaguara, en España. El Negro –así elige firmar los mensajes de correo electrónico, así lo presentan sus amigos de Rosario– maneja con su auto hasta su estudio, cuyas coordenadas ofrece él mismo a los recién llegados. “Ahí enfrente, vive Landucci, y a la vuelta está la casa de Aldo Pedro Poy”, dice, y menciona a dos antiguas glorias de Rosario Central. En su biblioteca conviven, sin inconvenientes, Borges, Galeano, Boris Vian y, entre una y otra cosa, por ejemplo, una biografía de Amadeo Carrizo. Hay varias fotos familiares, una junto a Joan Manuel Serrat, una imagen –de pantalones cortos y camisetas transpiradas– junto a Jorge Valdano y una más, rodeado de sus colegas dibujantes. El rostro severo, finalmente, con anteojos impersonales, de Woody Allen, cerca de su computadora.
Fontanarrosa acomoda algunos papeles con los que cerrará –hoy– el III Congreso Internacional de la Lengua Española y mientras se prepara para la entrevista, insiste con la contundencia de los libros editados en España. “No sé quién puede comprar uno y menos aún quién puede tener paciencia para leerlos íntegramente”, aventura. Los libros –que no contienen los cuentos de su último trabajo, Usted no me lo va a creer – no se venden en el país, donde la prioridad sobre la palabra de Fontanarrosa la tiene Ediciones De la Flor. “En España se asombraban por la cantidad de material. Pero es que ellos imprimen en dos meses lo que yo escribí durante treinta años”, dice.
Mucho se ha hablado del humor y la parodia como naves insignes de la literatura de Fontanarrosa. Poco se ha dicho, en cambio, de su oído absoluto para el rescate de ciertos registros de la lengua popular. Alguien ha mencionado que en uno de sus cuentos de fútbol, un delantero de sobrenombre Lalita, padece un baile de la defensa contraria. Solo contra todos, va y viene, sin alcanzar la pelota que se prestan los rivales. “No te enloquesá Lalita”, le grita entonces un compañero, desde el fondo de la cancha. Y está bien. En la urgencia de un partido, ningún recio defensor podría decir: “No te enloquezcas, Lalita” con algún convencimiento, y eso lo sabe el escritor que elige poner el lenguaje, entonces, al servicio de lo que cuenta. En otro relato, “El cielo de los argentinos”, el que está haciendo el asado, acosado por el hambre, sacude las brasas y le grita a un recién llegado: “Traete un salamín, ¿querés">