Si alguna vez alguien soñó con comer pizza en un taller mecánico sin que le cobren el cambio de aceite, Garito Loyola, en Villa Crespo, es lo más cercano a esa experiencia mística. Donde antes se alineaban ruedas y se ajustaban bujías, hoy se estiran bollos, se arrastran sillas y se sirve pizza crocante con tronquito, esa especie en extinción que alguna vez supimos aplaudir antes de que la fiebre napolitana nos convirtiera en todos sommelier de cornisa quemada.
En pleno corazón palpitante de un barrio que no para de generar nuevas ofertas para comer, a pasitos de restaurantes que marcan tendencia como Julia o Chuí, esta pizzería reversiona el estilo a la piedra con el fervor de dos amigos que no solo saben de gastronomía, sino que tienen el currículum pizzero como para entrar a cualquier cocina sin pedir permiso. Un sábado cualquiera, pueden pasar más de 300 personas por este ex taller devenido en templo del queso fundido. Entre ellas, no es raro ver a músicos de bandas de rock sacándose el hambre post show y subiendo historias con olor a orégano.
Pero no todo es masa y mozzarella: las papas fritas se ganan ovación de pie y el postre, uno de esos que te mandan directo al living de la abuela, con mesa camilla y TV a color, es una cucharada de nostalgia. Garito Loyola es, en resumen, un fenómeno porteño que combina todo lo que está bien: buena pizza, data de barrio, y el encanto irresistible de lo que parece improvisado, pero está pensado al detalle.
Cómo es Garito Loyola y qué se come

Hace no mucho, en la esquina de Loyola y Darwin, el único aroma que flotaba en el aire era el del aceite de motor. El taller mecánico de Cacho, vecino ilustre y mecánico de confianza por más de 40 años, era parte del paisaje cotidiano de Villa Crespo.
Hasta que en agosto de 2024 llegaron Juan Angrisano y Leonardo Giuliano y lo transformaron en Garito Loyola, la nueva pizzería que hoy late al ritmo de los hornos encendidos, el vermú en jarra y las juntadas multitudinarias post show.

Leo y Juan se conocen desde hace dos décadas, cuando uno amasaba y el otro repartía. “Arranqué con mi primera pizzería hace 20 años en Charcas y Anchorena”, cuenta Leo sobre Il Migliore, su marca insignia, que aún sobrevive con una sucursal en Camargo.
En aquel entonces, Juan trabajó allí tres años antes de irse a España, pero la amistad y el sueño de tener un proyecto propio juntos siguió vivo, amasándose a fuego lento como una buena masa.

Leo fue repartidor de lasañas en patines (sí, patinaba), trabajó en Romario a los 15 y más tarde se formó en México, donde laburó en la cadena Friday’s. “Eso fue para mí una universidad de la gastronomía”, dice.
Cuando volvió, abrió su pizzería y con el tiempo fue creciendo: más mesas, más horno, más shows. “Comieron Paul McCartney y Ringo Starr pizza nuestra”, remata con orgullo. La historia era larga, pero le faltaba una vuelta de rosca.

Esa vuelta fue Garito Loyola. Cuando recibieron la llave del local, todavía había autos en el interior. Tardaron tres meses en convertir el taller en pizzería, respetando las huellas del pasado: las pintadas en las paredes, la fosa en el piso, la persiana intacta.
“Queríamos un lugar que no fuera pretencioso, que la gente se sintiera cómoda pero que al mismo tiempo esté bien armado, de calidad”, explican. Lo lograron: el garaje se convirtió en punto de encuentro, sin perder el alma de barrio.

¿Y qué se come? Pizza, claro. Pero no cualquier pizza. Es a la piedra, con ese aire nostálgico de los 90 que muchos extrañaban. “Nos bautizaron como pizza neo porteña, aunque no sabíamos qué era”, se ríen.
Tiene el look de una napolitana, pero con piso crocante, bordes atigrados y una abundancia de queso que nos interpela profundamente como argentinos. “Queremos que haya queso”, aclaran por si quedaban dudas.

La masa lleva 48 horas de fermentación en frío, se cocina en horno mixto gas y leña de quebracho blanco, a 550 grados. Lo justo para que el queso no hierva, pero funda perfecto. Los sabores son clásicos: muzza ($ 13.000), napolitana ($ 17.000), jamón y morrones, fugazzeta, calabresa, y una estrella de la casa: La Migliore ($ 23.000), de panceta y provolone. Todo en tamaño mediano, ideal para compartir... o no.
Las jarras de vermú y la cerveza de litro ($ 12.000) completan el espíritu del lugar, donde no es raro que después de un recital en Movistar Arena caigan bandas enteras. “Un viernes pueden venir 300 personas”, cuentan. La carta es breve, solo seis variedades, pero bien pensada. Hay guiños a la experiencia europea de Juan, como el calimocho, y una entrada simpática: pinchos de salame, queso y fainá que te reciben como en casa.

La fainá ($ 3.000 cada una), dicho sea de paso, es de lo mejor que se puede probar en Buenos Aires: crocante, sabrosa, adictiva. Y el postre se sube a la ola nostálgica con un shimmy glorioso: base de ganache de chocolate con corazón de dulce de leche salado ($ 6.500). Un homenaje a los 90 que se disfruta con cuchara y cara de felicidad. Las papas fritas que ofrecen como entrada, son adictivas ($ 7.500).
Ahora también abren al mediodía los fines de semana, y sumaron hamburguesas y ravioles. Pero lo que permanece, más allá del menú, es el espíritu: un garito de barrio con alma rockera y pizza con memoria.
Garito Loyola. Loyola 1184, Villa Crespo. Instagram: @garitoloyola
Sobre la firma
Mirá también
Newsletter Clarín
Recibí en tu email todas las noticias, coberturas, historias y análisis de la mano de nuestros periodistas especializados
QUIERO RECIBIRLO