Ocurrió hace más de una década, pero el momento sigue vívido en su memoria. Sara Stewart estaba hablando sentada a la mesa del comedor con su madre, Barbara Cole, de 86 años, en Bar Harbor, Maine. Stewart, que entonces tenía 59 años y era abogada, estaba haciendo una de sus largas visitas desde otra ciudad de los Estados Unidos.
Dos o tres años antes, Cole había empezado a mostrar signos preocupantes de demencia, probablemente a causa de una serie de pequeños derrames cerebrales. “No quería sacarla de su casa”, dijo Stewart.
Así que con un escuadrón de colaboradores -un ama de llaves, visitas familiares regulares, un vecino atento y un servicio de reparto de comidas- Cole permaneció en la casa que ella y su difunto marido habían construido 30 años antes.
Se las arreglaba bien y normalmente parecía alegre y charlatana. Pero aquella conversación de 2014 tomó un cariz distinto. “Me dijo: '¿De dónde nos conocemos? ¿Era del colegio?’”, recordó su hija y primogénita. “Me sentí como si me hubieran dado una patada”.
Stewart recuerda haber pensado que “en el curso natural de las cosas, se suponía que vos morirías antes que yo. Pero se suponía que nunca olvidarías quién soy”. Más tarde, ya a solas, lloró.
Las personas con demencia avanzada no suelen reconocer a sus cónyuges, parejas, hijos o hermanos. Cuando, un año después, Stewart y su hermano menor mudaron a Cole a un centro de atención para personas con problemas de memoria, ella había perdido casi por completo la capacidad de recordar sus nombres o su relación con ella.
“Es bastante habitual en las fases avanzadas” de la enfermedad, dijo Alison Lynn, directora de trabajo social del Penn Memory Center, que dirige grupos de apoyo para cuidadores de personas con demencia desde hace una década.

Ha escuchado muchas variantes de ese relato, un momento descrito con dolor, ira, frustración, alivio o alguna combinación de todo esto.
Estos cuidadores “ven muchas pérdidas, hitos en el retroceso, y éste es uno de esos puntos de referencia, un cambio fundamental” en una relación cercana, dijo. “Puede sumir a las personas en una crisis existencial”.
Es difícil determinar lo que las personas con demencia -categoría que incluye la enfermedad de Alzheimer y muchos otros trastornos cognitivos- saben o sienten. “No tenemos forma de preguntarle a la persona ni de analizar una resonancia magnética”, explicó Lynn. “Todo es deductivo”.
Pero los investigadores están empezando a estudiar cómo responden los familiares cuando un ser querido parece ya no conocerlos. Un estudio cualitativo publicado recientemente en la revista Dementia analizó entrevistas en profundidad con hijos adultos que cuidaban de madres con demencia que, al menos una vez, no los habían reconocido.
“Es muy desestabilizador”, señaló Kristie Wood, psicóloga clínica del Campus Médico Anschutz de la Universidad de Colorado y coautora del estudio. “El reconocimiento afirma la identidad y, cuando desaparece, la gente siente que ha perdido parte de sí misma”.
Aunque comprendían que el no reconocimiento no era rechazo, sino un síntoma de la enfermedad de sus madres, añadió, algunos hijos adultos de todos modos se culpaban.
“Se cuestionaban su papel. '¿Yo no era lo bastante importante como para que se acordara de mí?’” dijo Wood. Podían retraerse o visitarlas con menos frecuencia.
Pauline Boss, la terapeuta familiar que desarrolló la teoría de la “pérdida ambigua” hace décadas, señala que ésta puede ser una ausencia física -como cuando un soldado está desaparecido en combate- o psicológica, cuando el no reconocimiento se debe a la demencia.
La sociedad no tiene forma de reconocer la transición cuando “una persona está físicamente presente pero psicológicamente ausente”, dijo Boss. No hay “certificado de defunción, ni un ritual en el que amigos y vecinos vengan a sentarse con nosotros y nos consuelen”.

“Las personas se sienten culpables si lloran a alguien que sigue vivo”, continuó. “Pero aunque no es lo mismo que una muerte verificada, es una pérdida real que se repite”.
El no reconocimiento adopta distintas formas. Algunos familiares cuentan que, aunque un ser querido con demencia ya no puede recordar un nombre o un parentesco preciso, aún parece alegrarse de verlos.
“Ya no sabía quién era yo en el sentido narrativo, que yo era su hija Janet”, explicó en un correo electrónico Janet Keller, actriz de 69 años de Port Townsend (Washington), sobre su difunta madre, que sufría Alzheimer. “Pero siempre supo que yo era alguien que le gustaba y con quien quería reírse y tomarse de la mano”.
A los cuidadores los reconforta seguir sintiendo esa conexión. Pero una de las encuestadas para el estudio sobre la demencia declaró que su madre le parecía una extraña y que la relación ya no le brindaba ninguna gratificación emocional. “Es lo mismo que si fuera a visitar al cartero”, le dijo al entrevistador.
Larry Levine, de 67 años, sanitario jubilado de Rockville (Maryland), observó cómo la capacidad de su marido para reconocerlo cambiaba de forma impredecible.
Él y Arthur Windreich, que estaban juntos desde hacía 43 años, se habían casado cuando Washington D.C. legalizó el matrimonio entre personas del mismo sexo en 2010. Al año siguiente, Windreich recibió un diagnóstico de enfermedad de Alzheimer de inicio temprano. Levine fue su cuidador hasta su muerte a los 70 años, a fines de 2023.
“Su estado era un poco zigzagueante”, dijo Levine. Windreich se había mudado a una unidad de cuidado de la memoria. “Un día me decía que yo era 'el buen hombre que viene a visitarme'”, dijo Levine. “Al día siguiente me llamaba por mi nombre”.
Incluso en sus últimos años, cuando, como muchos pacientes con demencia, Windreich prácticamente perdió el habla, “había algo de reconocimiento”, dijo su marido. “A veces podía verlo en sus ojos, ese brillo en lugar de la expresión inexpresiva que solía tener”.
Otras veces, sin embargo, “no había ningún afecto”. Levine a menudo abandonaba el centro llorando.

Buscó ayuda en su terapeuta y sus hermanas, y hace poco se unió a un grupo de apoyo para cuidadores de personas LGBTQ+ con demencia, a pesar de que su marido ha fallecido. Los grupos de apoyo, presenciales u online, “son medicina para el cuidador”, dijo Boss. “Es importante no quedarse aislado”.
Lynn anima a quienes participan en sus grupos a encontrar también rituales personales para marcar la pérdida del reconocimiento y otros hitos en el retroceso. “Quizá enciendan una vela. Quizá recen una oración”, explicó.
Alguien que hace shivá, parte del ritual de duelo judío, podría reunir a un pequeño grupo de amigos o familiares para recordar y compartir historias, aunque el ser querido con demencia no haya muerto.
“Que otra persona participe puede ser muy reconfortante”, dijo Lynn. “Nos dice: 'Veo el dolor por el que estás pasando'”.
La lucidez momentánea
De tanto en tanto, la niebla de la demencia parece disiparse brevemente.
Investigadores de Penn y otros lugares han observado un fenómeno sorprendente llamado “lucidez paradójica”. Una persona con demencia grave, tras meses o años sin comunicarse, recupera de repente la lucidez y puede pronunciar un nombre, decir algunas palabras apropiadas, hacer una broma, establecer o visual o cantar con la radio.
Aunque son frecuentes, estos episodios suelen durar sólo unos segundos y no marcan un cambio real en el deterioro de la persona. Los esfuerzos por recrear esas experiencias suelen fracasar.

“Es algo pasajero”, explicó Lynn. Pero los cuidadores suelen reaccionar con sorpresa y alegría; algunos interpretan el episodio como una prueba de que, a pesar de que la demencia es cada vez más profunda, no se los ha olvidado del todo.
Stewart vivió un episodio así unos meses antes de la muerte de su madre. Estaba en el departamento de su madre cuando una enfermera le pidió que saliera al pasillo.
“Cuando salí de la habitación, mi madre gritó mi nombre”, dijo. Aunque Cole solía alegrarse de verla, “no había usado mi nombre desde que tengo memoria”. No volvió a ocurrir, pero eso no importó. “Fue maravilloso”, dijo Stewart.
Por Paula Span para The New York Times.
Traducción: Elisa Carnelli
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