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Una escena de su personaje Serafina, la italiana del conventillo.
A punto de cumplir los 13 aterrizó en Madrid. Su padre, gerente en una empresa de papel, había sido trasladado a una oficina europea. No hubo dudas: la madre de Julia, profesora de Filosofía y Letras, armó las valijas y siguió el rumbo con los cuatro hijos. Fueron cuatro años de felicidad en una casita en la calle De Alcalá. El primer novio, las actuaciones protagónicas en los actos escolares, el acento castizo que inevitablemente prendió en su modo de hablar. El retorno no pudo ser menos traumático: el clan desembarcó poco después del Golpe Militar de 1976.
"Para que nos fuéramos aclimatando, papá nos mandó de vuelta en barco. Quince días en un transatlántico. Habíamos vivido en España hasta casi el destape español y bajar en el puerto fue difícil: nos vinieron a buscar mis abuelos", evoca. "Yo pensaba al llegar: '¿Dónde están las bombas y los policías'? Todo era incertidumbre".
En 1982 se inscribió en el Conservatorio de Arte Dramático después de una prueba fugaz en la carrera de Diseño Gráfico. Durante el examen le cantó un tango a siete profesores. Una semana después se largó a llorar cuando leyó el listado adherido a la pared: su nombre no figuraba. Tardó un rato hasta entender que en la lista aparecían los no ingresantes.
Suele practicar remo en el Tigre. El 2 de marzo cumplió 58 años. ira a Meryl Streep y a Glenn Close. Cuando el cuentakilómetros de su auto "se pone en capicúa", pide un deseo laboral: seguir actuando hasta el último día. Fantasea con que le toquen roles de "paqueta", algo que hasta el momento no ha ocurrido. Antes de salir a escena sigue "un rito futbolero", señal de la cruz y beso al piso. No tiene fobia al amarillo, como el resto de sus colegas, pero respeta un "protocolo de protección", llevar consigo un colgante de la Medalla Milagrosa.
Campeona en simular que aquí no ha pasado nada cuando en el teatro se desprenden los decorados o sobrevienen los bloopers, ostenta un historial gracioso. En el Cervantes, por ejemplo, en plena función infantil de La hormiga Tomasa, cayó un foco y detuvo la función para cerciorarse de que ningún niño hubiera sido alcanzado por un vidrio. Continuó estoica. Como en el San Martín, cuando en una versión de La tempestad, de Shakespeare se incendió una palmera, hizo pasar al bombero de turno y, con su forma de seguir declamando, los espectadores creyeron que eso formaba parte de la obra.
-¿Cómo sos como docente?
-Muy egoísta (se ríe).
-¿Por qué?
-Porque a mí me hace bien dar clases, sé que a mis alumnos también, pero a mí más. Me refresca verlos pasar por la instancia del aprendizaje. Es como un lifting para mí.
-La semana pasada se cumplieron 15 años de la muerte de Marlon Brandon, y muchos recordaban esa frase que pinta el mundo actoral: "Un actor es una persona que te escucha solamente si estás hablando de él". ¿Te hacés cargo de esa característica?
-Yo creo que Marlon formaba parte de una generación a la que le pasaba eso. Hay otro tipo de compañerismo artístico hoy. Otra comunión. Obviamente que los actores tenemos el ego a flor de piel.
-¿Y vos cómo lo "domás"">