Un piso diez de la calle Charcas en Palermo. Ventanales, luz y horizonte como para poder asociar libremente y remontarse en el tiempo a gusto. Es ahí que atiende a sus pacientes el psicoanalista Luis Gusmán, tan prestigioso en su profesión como en su vocación más visible, la de escritor.
En este escenario íntimo –custodiado por la mirada impertinente de Freud, Joyce, Kafka y Masotta desde sus cuadros, libros y pósters– Gusmán se dedica a las voces y las vidas de los otros.
A los personajes propios los hace desfilar en ficciones que acumulan más de medio siglo de trabajo, desde aquel debutante El frasquito, que cumple cincuenta años y acaba de ser reeditado y presentado en la Feria del Libro, junto a una antología de relatos y una nueva novela, No quiero decirte adiós. Los tres títulos respaldados por sendos textos de Leonora Djament, Martín Kohan y Sergio Wolf.
Librero en su juventud, Gusmán regresa a la ficción después de una serie de interesantes volúmenes de corte ensayístico, como La valija de Frankenstein, Esas imbéciles moscas, La literatura amotinada y Avellaneda profana.
Eso significa que vuelve a un territorio y una mitología propias, de casinos venidos a menos, prostíbulos y hoteles de mala muerte, gimnasios precariamente equipados, clubes de remo en decadencia y sesiones espiritistas con aspiraciones de redención.
En 2024, Luis Gusmán llegará a su octava década, pero su altura, elegancia y articulación lo disimulan con escaso esfuerzo. La deriva permanente de su discurrir lo coloca del otro lado del tablero, en la silla de un paciente, lúdicamente embarcado en desparramar cualquier orden planificado por el periodista de visita de Clarín Cultura.

–Esta nueva edición de El frasquito me despierta una curiosidad: ¿te releés?
–La verdad que no. Y a El frasquito no lo releo a propósito.
–¿Por superstición? ¿Por precaución?
–No, por vergüenza. Me quedé demasiado tomado por el contenido del libro: la madre, el padre, el espiritismo. Aunque El frasquito no es el malditismo de Jean Genet, es la mirada de un niño. El editor que lo presentó en España me dijo que era un libro muy bien escrito, y yo no me daba cuenta de eso, creía que no.
Y ahora que lo volví a mirar un poco veo que sí, si por bien escrito entendemos algo que tiene escritura, no pensando en una sintaxis calculada, pero sí en cuanto a que es una voz. Por eso me parece bien lo que dice el prólogo de Leonora Djament, que es un libro para escuchar. Es un libro que parece un tango. Incluso la puntuación es casi un 2 por 4.
–Con el tiempo, tu escritura fue tendiendo hacia una mayor nitidez. La densidad que antes buscabas en la escritura ahora quizá la perseguís en la trama y los personajes.
–Cuando publiqué Brillos me peleé con Osvaldo Lamborghini porque me dijo que yo lo había escrito para el mercado. Imaginate el disparate. Con el mercado ese libro no tenía nada que ver. Pero sí es cierto que la literatura tiene una dinámica que es propia del mercado.
Por eso cuando a Borges le preguntan cómo va a ser la literatura del año 2000, dice "díganme cómo se va a leer en el año 2000 y les digo qué literatura se va a hacer". Hay gente joven que lee El frasquito y dice qué divertido; para mí es dramático. Los tiempos cambian. ¿Quién se acuerda de Isidoro Blaisten, o de Alberto Girri, tan buen poeta? Pasa eso: desaparecés.
–Da la impresión de que en esos primeros libros tuyos ibas necesitando uno nuevo para despegarte del anterior, hasta llegar a Lo más oscuro del río y La música de Frankie, donde encontrás una senda para tu narrativa de la que ya no te desviarías demasiado.
–Totalmente. Ahí empiezo con los relatos y el territorio. Pensaba en la región de Yoknapatawpha de Faulkner, y en la Santamaría de Onetti, pero como decía el petiso Ricardo Piglia, con el estilo de Onetti hay que tener cuidado porque se te pega.

En aquella época yo me decía "¿por qué no puedo escribir relatos?". Como hacía un Miguel Briante, por ejemplo. Yo repito que fracasé en todos mis libros. Siempre me voy por las ramas, me voy, me disperso.
–Por eso me llama la atención que digas que sabés de antemano, porque decís que te dejás llevar.
–Es que en un segundo momento me istro.
–Te ponés la rienda corta.
–Sí, porque mi principal virtud y mi peor defecto es que puedo escribir muy rápido. Entonces tengo que luchar contra la tendencia a imaginar, porque tiendo a imaginar muy rápidamente historias, y eso lo tengo que sofrenar. Y la imaginación es un problema cuando se te va de las manos.
–¿Y cómo se da esa tensión en los cuentos versus las novelas">