Una cadena de gestos automáticos: levantar la mano y agitarla –la señal para que el Señor de Seguridad me abra la puerta–, traspasar la reja y aprontar la pierna derecha para subir el primer escalón. Luego atravesaría el hall, subiría al ascensor y terminaría en el piso 8 con la llave lista para entrar al departamento donde vivo. Pero no. Cuando cerré el portón y levanté la mirada, vi a unos veinte “desmayados” sobre el palier del edificio. Recostados, con los ojos cerrados y los brazos abiertos. Murmurando una oración o entregándose a la emoción sin resistencia. No era todo: una fila de unas cuarenta personas esperaba su turno.
“No pasa nada, eh, hay un cura sanador”, me dijo el Señor de Seguridad que me habrá visto con cara de catástrofe y un pollo de la rotisería en la mano. Me lo dijo como se dice “llueve”, como si la presencia de un cura de ese estilo en el condominio fuera cosa de todos los días. Entonces vi entre la gente a un hombrecito moreno, que vestía una camisa-blanco-ala y pantalón negro, secundado por dos hombres que traducían del inglés al español y atajaban a los fieles.
Buenos Aires suele ser contradictoria. Vivo en un barrio picante pero en una torre que se maneja con la lógica imperativa de un country: una cárcel de mínima seguridad con una pileta metida en un rectángulo de pasto y cámaras de vigilancia estratégicamente ubicadas. Un Gran Hermano de naturaleza domesticada en la que para todo hay multas porque el reglamento interno y los guardianes del orden así lo exigen. La pileta, por ejemplo, se usa de tal a tal hora y no pueden ingresar más de dos invitados por mes.
Pero ahí estaba el rebaño del padre, ovejas convencidas de que alguna dolencia, enfermedad terminal o problema familiar se resolvería con su imposición de manos. “¿Y quién es">